La película de Lucia Murat efectivamente mete
miedo. Representa muy bien los estereotipos de clase: la vida tranquila de la
blanquita linda e inexpresiva (mujer aguada) de clase media universitaria; y la
vida de Gloria abusada por su padre, con un hermano preso, y habituada a la
vida violenta de la favela. Estereotipos caros a los cientistas sociales, pero
cuyo fracaso en términos de análisis social y políticas de gobierno muestra muy
bien la película. En efecto, pone de manifiesto la impotencia del poder
"políticamente correcto", encarnado aquí la psicóloga blanca que
pretende hacer con la violencia, cuando se enfrenta (es su objeto de estudio)
con el cuerpo de una mujer negra que -a pesar de su historia- sabe
sobreponerse, y no retrocede ante el amor pasional (a pesar de haber sido
abusada) ni tampoco ante el amor fraternal (a pesar de que su hermano es un
asesino) ni se entrega al mundo que la circunda cuando sale de la favela para
trabajar. Busca armas para lidiar con el horror en la Iglesia evangélica, pero
también en la terapia, y haciendo caso omiso a las diferencias de clase,
pretende establecer un vínculo con su terapeuta. El fracaso del Estado en sus
"buenas formas" (la psicóloga zozobra por la impotencia política,
pero sobre todo humana) se vuelve terror con la lógica y consecuente
intervención policial que termina aniquilando así la vida de la favelas al
confundir pedido de ayuda con ataque, red solidaria con mafia, lazo social con
amenaza. En fin. Lo que ya sabíamos. "El fascismo reemplaza literalmente a
la revolución izquierdista: su ascenso es el fracaso de la izquierda, pero
simultáneamente una prueba de que había un potencial revolucionario, una
insatisfacción que la izquierda no pudo movilizar" (S. Zizek, sobre la
frase de Benjamin: "cada ascenso del fascismo da testimonio de una
revolución fallida"). Aunque con algunos problemas narrativos, la película
da para pensar.